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DS. Cortes Generales, Sesiones Conjuntas, núm. 2, de 22/11/2000
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DIARIO DE SESIONES DE LAS CORTES GENERALES



Año 2000 VII Legislatura Núm. 2



Sesión solemne del Congreso de los Diputados y del Senado celebrada
en el Palacio de las Cortes el miércoles, 22 de noviembre de 2000,
con motivo de la conmemoración del XXV aniversario de la proclamación
de Don Juan Carlos I como Rey de España.




PRESIDENCIA DE LA EXCMA. SRA. D.a LUISA FERNANDA RUDI ÚBEDA



A las doce y veinte minutos del mediodía, Sus Majestades los Reyes
don Juan Carlos y doña Sofía y sus Altezas Reales el Príncipe de
Asturias y las Infantas doña Elena y doña Cristina hacen su entrada
en el salón de sesiones, a los compases del Himno Nacional, siendo
recibidos por las señoras y señores Diputados y Senadores, así como
por las personalidades y público invitado que ocupan las tribunas,
todos puestos en pie.




Acompañan a Sus Majestades los Reyes y a Sus Altezas Reales el
Principe de Asturias y las Infantas doña Elena y doña Cristina, las
Presidentas del Congreso de los Diputados, doña Luisa Fernanda Rudi
Úbeda, y del Senado, doña Esperanza Aguirre Gil de Biedma, quienes
toman asiento en el estrado presidencial
a la derecha de Sus Majestades. Ocupan igualmente asiento en el
estrado presidencial los miembros de las Mesas de ambas Cámaras; la
Letrada Mayor de las Cortes Generales, doña Piedad García-Escudero
Márquez, y el Letrado Mayor del Senado, don Manuel Alba Navarro



Acto seguido, dijo:



La señora PRESIDENTA DEL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS (Rudi Úbeda): Se
abre la sesión.




Majestad, permitidme comenzar mis palabras recordando el infame
asesinato de don Ernest Lluch,diputado desde 1977 a 1989 y ex
ministro de Sanidad.




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Os pido, Majestad, que la tristeza y la indignación que hoy sentimos
todos queden reflejadas en un minuto de silencio, expresión unánime
de nuestra fortaleza frente a los asesinos y de nuestro irrenunciable
compromiso con la libertad y con el Estado de derecho. (La Familia
Real y las señoras y señores Diputados y Senadores, puestos en pie,
guardan un minuto de silencio.)
Majestades, hace 25 años, tal día como hoy, en este mismo hemiciclo,
Vuestra Majestad era proclamado Rey de todos los españoles con el
nombre de Juan Carlos I. Comenzaba con aquella histórica ceremonia,
cargada de emoción y esperanza, un nuevo e ilusionante período en la
vida de España.

Quiero, en primer lugar, Majestad, felicitaros por este feliz
aniversario. Durante todos estos años habéis sido guía y estímulo
constantes para los españoles y vuestra incesante y abnegada entrega
a las fatigas cotidianas del Estado nos reconforta a todos. De todo
corazón, gracias. Gratitud que extiendo a la Reina doña Sofía, cuyo
apoyo constituye un permanente ejemplo de lealtad y generosidad
difícilmente superable. Es este mismo ejemplo el que habéis sabido
transmitir a vuestros hijos, el Príncipe don Felipe y las Infantas,
que vienen demostrando día a día su insobornable voluntad de servicio
a los intereses de España. Juntos habéis alentado durante estos cinco
lustros una España más abierta, tolerante y moderna, una España que
camina ya definitivamente por la senda del progreso y la libertad.

Los españoles estamos orgullosos de nuestros reyes y así me honra
proclamarlo públicamente en este solemne acto.

Pero permitídme, Majestad, hacer un poco de memoria y que traiga a
colación una de las frases del discurso que pronunciasteis en vuestra
primera intervención como Jefe del Estado: «La institución que
personifico integra a todos los españoles, y hoy, en esta hora tan
trascendental, os convoco porque a todos nos incumbe por igual el
deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y
altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso
de concordia nacional».

Consenso, concordia y servicio a España, hermosas palabras que
resumen a la perfección la elevada misión que la Corona viene desde
hace años desempeñando con un tesón y desprendimiento envidiables.

Porque desde el primer momento tuvimos ocasión de constatar,
Majestad, cómo vuestro resuelto llamamiento al diálogo y a la
reconciliación encontraba una calurosa respuesta en el ánimo de todos
los españoles, así como un explícito reconocimiento más allá de
nuestras fronteras. Este respaldo a la Corona sería después
reafirmado durante la transición política y muy singularmente por los
referéndum, convocados en nombre de Vuestra Majestad, para la
aprobación de las dos principales leyes que sentaron los pilares de
la nueva configuración del Estado: me estoy refiriendo a la Ley de la
Reforma Política, de 4 de enero de 1977, y a la vigente Constitución
de 1978. A estos dos destacadísimos jalones de nuestro pasado
reciente podríamos añadir un gesto de patriotismo que quiero evocar
aquí: la cesión por vuestro augusto padre, en mayo 1977, de los
derechos de la Casa Real española, que tan celosamente había
salvaguardado durante décadas.

Si Vuestra Majestad se había comprometido el 22 de noviembre de 1975
a ser el Rey de todos los españoles, fomentando el contraste de
pareceres y alejando el peligro de los extremismos, muy pronto las
instituciones de la nación y las convocatorias electorales
posteriores, con una masiva participación ciudadana, le otorgarían
también su adhesión y confianza. No podía ser de otra manera, puesto
que, desde los iniciales pasos de vuestro reinado, quedó patente el
firme propósito de que os proponíais asumir e impulsar el cambio
político necesario para conducir al pueblo español a un sistema de
pluralismo ideológico y de libertades. Así, al inaugurar las primeras
Cortes de la nueva época, Vuestra Majestad pronunció unas palabras
que sellaban la indisoluble avenencia de la monarquía con la
democracia: «La institución monárquica proclama el reconocimiento
sincero de cuantos puntos de vista se simbolizan en estas Cortes. Las
diferentes ideologías aquí presentes no son otra cosa que distintos
modos de entender la paz, la justicia, la libertad y la realidad
histórica de España. La diversidad que encarnan responde a un mismo
ideal, el entendimiento y la comprensión de todos. Y está movido por
un mismo estímulo: el amor a España».

Majestad, la Corona en nuestra monarquía parlamentaria simboliza la
unidad y permanencia del Estado, arbitra y modera el funcionamiento
regular de sus tres poderes y asume la más acreditada representación
en las relaciones internacionales. La garantía de pervivencia de los
signos de identidad de una comunidad que asegura la Corona se hace
así compatible con la necesidad del progreso y de los cambios que la
situación política de cada tiempo exige; cambios que vendrán de la
mano de las mayorías parlamentarias surgidas de las elecciones que se
convoquen periódicamente. De este modo, la monarquía parlamentaria,
tal y como se consagra en nuestro texto constitucional, ha facilitado
la estabilidad, el equilibrio y la neutralidad en la alternancia
política, reflejando la madurez del pueblo español para afrontar sin
temor ni complejos su destino. Su fortaleza es para todos muy
deseable, y por eso celebramos esta mañana una sesión extraordinaria
y conjunta de ambas Cámaras, que pone elocuentemente de manifiesto su
continuidad y su prolongación en el discurrir de la historia.

Majestad, vuestro reinado ha conocido circunstancias dispares, pero
en todas ellas la actuación de la Corona ha estado inspirada por los
principios de reconocimiento de la soberanía nacional, de escrupuloso



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respeto a la gestión de los sucesivos gobiernos y de promoción de la
convivencia armónica entre los ciudadanos bajo el único imperio de la
ley.

Vuestra Majestad avaló la consolidación del régimen democrático y,
con ella, la superación de las dos Españas; evitó con aplomo, en una
noche amarga y difícil, un grave enfrentamiento entre compatriotas; y
ha tenido palabras de ánimo para el pueblo español cuando el cruel
zarpazo de la locura terrorista ha hecho notar su execrable
presencia.

Podemos afirmar que la Corona siempre ha sabido estar en el lugar
preciso, ejerciendo su misión arbitral y mediadora con una prudencia
y una autoridad moral ejemplares. De este modo se han ido tejiendo
entre el Rey y su pueblo unos sutiles lazos de complicidad y simpatía
imposibles de reducir a meros porcentajes estadísticos.

La monarquía es un preciado legado de la historia, pero también una
esperanza y una garantía para un proyecto de convivencia en común. Es
la hora, por tanto, de subrayar lo mucho que nos une y no lo que nos
separa.

A mediados del siglo XVII, Baltasar Gracián destacó el valor de la
monarquía para conservar y unir una España caracterizada por la
diversidad de territorios, climas, lenguas y mentalidades. Aunque el
ilustre escritor aragonés estaba pensando en la monarquía de Felipe
IV, creo que, si hacemos una reflexión serena sobre la realidad en la
que vivimos inmersos, sus palabras son de plena vigencia en la España
de hoy. Esa natural disposición para integrar, ese poder conciliador
para aliviar tensiones y limar asperezas son virtudes que posee en
alto grado nuestra monarquía, desde su singular posición no
condicionada por intereses parciales o de grupo. Además, los
españoles han reconocido en la monarquía una institución capaz de
movilizar sus afectos y sentimientos, un símbolo de libertad, de paz,
de continuidad y de cohesión social que identifican con la misma
columna vertebral del Estado.

Su restauración fue posible porque la dinastía supo adaptar la
herencia del pasado y sus propios valores y usos culturales a la
altura de los tiempos y, hasta ahora -y a lo largo de estos 25 años-,
ha sabido acrecentar su prestigio y dignidad, de tal suerte que sigue
siendo la institución mejor valorada por los ciudadanos. Y ello se
debe, Majestad, al impecable papel que habéis desempeñado como
promotor y guardián del sistema constitucional y haber sido el
primero de los españoles a la hora de apostar por un futuro
compartido de progreso y en paz, basado en la concordia, el
pluralismo político y la integración europea.

Os deseo Majestad una larga vida que os permita continuar siendo,
como hasta ahora, privilegiado testigo de la unidad, libertad y
prosperidad del pueblo español.

Muchas gracias. (Fuertes aplausos.)
A continuación, su Majestad el Rey pronuncia el siguiente discurso:



Señorías, esta mañana España amanece de nuevo de luto. Anoche, la
banda terrorista ETA asesinó a don Ernest Lluch, que fuera diputado
en este Congreso, ex ministro de la Corona y, sobre todo, un servidor
leal del Estado de derecho. Faltan y a la vez sobran palabras para
condenar este crimen repugnante que desde esta tribuna del pueblo
quiero denunciar y repudiar con la mayor firmeza. Y quiero también
reiterar que la violencia terrorista no conseguirá nunca hacernos
renunciar a la libertad, la democracia y el Estado de derecho que
Ernest Lluch defendió con inteligencia y tesón. Su sacrificio, como
el de tantos otros antes que él, nos compromete a estar más unidos
que nunca para, todos juntos, poner fin al terrorismo. Comprenderán,
señorías, que el sentimiento de profundo dolor que me embarga en
estos momentos no sea el mejor sostén de mi espíritu ni el compañero
ideal de la palabra que me corresponde hacer oír aquí hoy. Pero el
ánimo triste no puede ser excusa para el cumplimiento del deber y
mucho menos obstáculo que pueda alterar la normalidad institucional.

Es por eso que, con emoción, me dirijo a estas Cortes Generales para
conmemorar, junto a SS.SS., diputados y senadores, representantes del
pueblo español, los 25 años de mi reinado.

Muchas gracias, señora presidenta, por sus palabras tan generosas,
que honran singularmente, a través de mi persona, al pueblo español.

Me presento ante SS.SS. acompañado por la Reina, el Príncipe de
Asturias, las Infantas y el resto de la Familia Real, para renovar mi
compromiso como Rey y el de la Corona al servicio de España y de los
españoles.

Hace hoy 25 años, en este mismo hemiciclo y sobre los cimientos
transmitidos con generosidad y patriotismo por mi padre, el Conde de
Barcelona, se empezó a levantar el edificio de la monarquía
parlamentaria, que, tres años más tarde, quedó consagrada en la
Constitución como la forma política de nuestro Estado. Este
aniversario es una ocasión excelente para recordar el pasado que
hemos vivido y una oportunidad para proyectarlo hacia el futuro que
queremos vivir.

Cuando en mi intervención ante esta Cámara aquel 22 de noviembre de
1975 afirmé que «hoy comienza una nueva etapa en la historia de
España», muchos sabíamos que la meta hacia la cual debíamos
dirigirnos en esa etapa nueva era la que el pueblo español anhelaba:
el definitivo protagonismo en la forja de su propio destino en
democracia y libertad. Pero si la meta era clara, el camino para
llegar a ella era incierto y lleno de dificultades. Podemos decir con
orgullo que la determinación y el buen sentido del pueblo español
hicieron posible allanar esas dificultades.




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Hoy quiero dar las gracias y recordar emocionadamente a los hombres y
mujeres que, en España o fuera de ella, desde aquí o en el exilio,
con diferentes ideas y convicciones, quisieron con sus sacrificios y
su palabra ganar la palabra para todos. Y quiero también agradecer al
pueblo español la pasión y el esfuerzo con que ha vivido estos 25
años de transformación y de progreso para hacer una patria de todos
y para todos.

En ese proceso la Corona representó una voluntad de impulso, un poder
moderador y un centro integrador inscrito en la Constitución como
referencia del Estado y valedor fiel de los derechos y libertades que
los españoles se habían dado a sí mismos.

La monarquía hace 25 años ya no era la forma de un mito, sino la
forma de un pensamiento racional. Respondía a una experiencia
histórica de siglos y tenía la voluntad de constituirse en la mejor
fórmula integradora de los anhelos del pueblo español, comprendiendo
la historia como garantía del progreso político y social y el
progreso como una culminación democrática.

La monarquía recuperada hace 25 años no significó el triunfo de
ninguna ideología, de ningún sector, de ninguna fuerza, sino el
triunfo del pueblo español, cuya voluntad legitimó la Corona. La
plenitud del mensaje monárquico no podía sino coincidir con el
mensaje cívico de la plenitud democrática de España, y así la Corona
estuvo con naturalidad en su sitio cuando se pretendió de ella la
infidelidad a la Constitución, es decir, al pueblo. Porque no tengo
duda alguna de que es en el servicio al Estado de derecho democrático
y en el compromiso con las libertades consagradas en la Constitución
donde la institución monárquica alcanza su más pleno sentido
histórico, actual y de futuro.

Hoy, 25 años después de mi proclamación como Rey, mi voluntad sigue
siendo la misma y mi disposición de servicio aún más firme, si cabe,
a favor del bienestar de España y de los españoles. Y tengo la gran
satisfacción de comprobar que la monarquía ha sido aceptada por los
españoles como un símbolo nacional, como una idea integradora, como
una institución popular y como la imagen del Estado.

No puede negarse que en estas dos décadas y media España ha
experimentado profundos cambios en todos los órdenes. No ha sido un
camino fácil ni se ha logrado el progreso y el bienestar de los que
disfrutamos por la fortuna o la casualidad. Tras unos años de cambios
y reformas en la primera etapa de la transición, España se dotó de
una Constitución, basada en un amplio consenso, abierta a la
protección y garantía de los derechos y libertades individuales y
colectivas, que articuló un marco estable para la convivencia de
todos los españoles. Por primera vez en nuestra historia lográbamos
una Constitución en la que todos los sectores de opinión, todas las
fuerzas
políticas, económicas y sociales podían ver reconocidas sus
aspiraciones y derechos sobre la aceptación recíproca de los
principios y valores que fundamentan e inspiran los sistemas
democráticos.

Es justo afirmar que hoy España se ha reencontrado a sí misma en la
libertad de una democracia plena, apoyada sobre el firme pilar de una
Constitución nacida del consenso que, con más de 20 años de andadura,
ha sido, es y se proyecta en el futuro como un instrumento
fundamental para nuestra convivencia.

En este fin de siglo España ofrece los perfiles de una nación que ha
sabido recorrer el difícil camino de su reciente historia con
espíritu de conciliación, respeto de su diversidad y voluntad de
superación de sus insuficiencias, algunas de ellas seculares. Creo
que hemos hecho lo contrario de lo que denunciaba Ortega en su España
invertebrada cuando decía: «Por una curiosa inversión de las
potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre su
pasado en vez de hacérselas sobre su porvenir». Porque no tiene
porvenir alguno fijarse en el pasado y verlo no como tradición
creadora que impulsa, sino como acomodo nostálgico de las
frustraciones vividas.

En este último cuarto de siglo España se ha enfrentado con ilusión de
futuro y con valentía y madurez a la resolución de viejos problemas
históricos y los ha superado, particularmente el de su articulación
territorial. España es una realidad histórica, cultural, económica y
política en un constante dinamismo recreador que nace de la riqueza
de su pluralidad. Entender la unidad nacional en la diversidad
solidaria y justa ha sido el gran hallazgo de este último periplo
histórico que hace a España más auténtica, más vital y más creativa.

También más compleja, pero, desde luego, más libre y espontánea. La
nación española añade a su realidad histórica y constitucional la
realidad de un consenso de voluntades que conforman todo un proyecto
actual de convivencia con enorme potencia y energía.

Sabemos que el terrorismo, expresión de un fanatismo cruel e
irracional, pretende precisamente romper este modelo de convivencia,
quebrar la continuidad del modelo constitucional y estatutario,
romper la unidad de las fuerzas democráticas y la voluntad
integradora de la sociedad española, poner a prueba nuestras
convicciones y socavar la propia salud moral de nuestra sociedad.

La respuesta a este fenómeno inhumano y destructor requiere la
confianza plena en el Estado de derecho, la unidad de los partidos,
la movilización y la cohesión de la sociedad, la aplicación de la ley
por los tribunales de justicia y la vigencia de una jerarquía de
valores éticos y democráticos que no permita en modo alguno
justificación, comprensión o explicación del asesinato, la
destrucción o el chantaje. (Fuertes aplausos.)



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En estos momentos mis sentimientos de afecto y de solidaridad van
dirigidos a todas las personas y a las familias que han sido víctimas
de ese terrorismo criminal. Muy en especial quiero enviar un abrazo
emocionado a la familia de Ernest Lluch, cuyo dolor es hoy el dolor
de todos. Los españoles hemos contraído con todas las víctimas del
terrorismo una impagable deuda de gratitud y reconocimiento. La
sangre inocente derramada en la defensa de la paz y de la libertad
nos reclama firmeza, serenidad, confianza y eficacia para, con los
instrumentos previstos en el ordenamiento jurídico, erradicar el
terror y restaurar los derechos y las libertades que éste conculca.

Estoy seguro de que sus sufrimientos no serán inútiles y que podrán
ver llegar el fin de la violencia terrorista, habiendo servido su
sacrifico para reafirmarnos en la defensa de las libertades y
derechos democráticos.

Si hasta ahora buena parte de la energía política y social se ha
volcado -y lo ha hecho con éxito- en la configuración autonómica del
Estado, puede que sea llegado el momento de que las instituciones y
la sociedad española desarrollen un serio esfuerzo de cohesión que
sea consecuente con la realidad plural de España. La unidad nacional
tiene que basarse en un proyecto de convivencia que profese similares
valores morales y políticos. La solidaridad en los objetivos no busca
imposiciones. Requiere más bien una voluntad permanente de diálogo
presidido por la lealtad recíproca entre todas las instituciones.

La sociedad española ha experimentado grandes transformaciones en
estos últimos años. La elevación del nivel de renta que ha producido
el progreso económico se ha visto acompañada de profundos cambios en
terrenos muy diversos, como la educación, la sanidad y la asistencia
social, el desarrollo de la actividad artística y creadora, el
impulso de la ciencia y la investigación o la incorporación de las
nuevas tecnologías. Todo ello ha hecho que la posición de España en
el escenario internacional haya mejorado sensiblemente, ocupando hoy
el lugar que le corresponde como una de las naciones más antiguas de
Europa, en cuyo proceso de construcción participa activamente en pie
de igualdad con sus socios de la Unión Europea, del mismo modo que
contribuye también de manera activa en su condición de aliado a la
seguridad europea y atlántica.

La construcción de un espacio económico común se debe complementar
ahora con la edificación política europea, que ha de basarse en las
aportaciones de todos los Estados miembros con acervos nacionales,
culturales y políticos propios. España aspira a insertar en ese nuevo
entramado perfiles que ahonden una Europa de valores y principios
para, sobre ellos, resolver problemas de gran trascendencia actual y
de futuro. Es el caso de la emigración, que requerirá, además de un
escrupuloso respeto de los derechos humanos, de gran vocación
de solidaridad y de unas claras políticas de integración.

La proyección exterior de España no se agota en Europa. Su presencia
en Iberoamérica, tanto en el ámbito político, como en el económico o
cultural, es cada vez mayor. Los españoles podemos sentirnos
orgullosos de haber recuperado hoy más a fondo que nunca nuestras
raíces en Iberoamérica y de estar llenando de contenido la comunidad
iberoamericana de naciones, de la que formamos parte por historia,
sangre y cultura.

Esta es, desde luego, una obra colectiva de los españoles, obra a la
que contribuyo con convicción e ilusión, en la certeza de que una
España culta y abierta, en contacto con otras culturas, en legítima
competencia con otras naciones, defensora de los derechos humanos,
promotora de la cooperación y de la solidaridad internacional, es la
mejor España que podremos dejar a nuestros hijos y por la que merece
la pena luchar.

Es cierto que la España que heredamos es hoy, gracias al esfuerzo de
todos, una España mejor. Pero el grado de bienestar del que
disfrutamos no debe hacernos ignorar que nuestra sociedad tiene
carencias y necesidades antiguas no resueltas, junto a otras que han
surgido nuevas, en gran parte como consecuencia del progreso
económico y del desarrollo social alcanzado, y que han de ser tenidas
en cuenta.

La marginalidad, la exclusión social, la integración de la población
inmigrante, la defensa de los derechos y de la dignidad de la mujer,
de la infancia, de los discapacitados, son preocupaciones que han de
ser prioritarias en la sociedad española y por cuya resolución
debemos luchar sobre la base de un amplio consenso social.

Las incógnitas que suscita la nueva era en la que entramos, y que son
amplio objeto de debate en la llamada sociedad de la información, nos
obligan a afrontar nuevos retos en la escuela, en la universidad, en
la empresa, en las administraciones públicas. Al mismo tiempo, nos
encontramos ante desafíos que exigen a la sociedad y a las
instituciones permanecer alerta para humanizar, en su más amplio
sentido, los nuevos vehículos de relación y comunicación que se abren
en el acceso al saber.

Es importante, si deseamos encarar nuestro futuro con éxito, que
sigamos prestando máxima atención a aquellos valores sobre los que se
han fundamentado nuestros logros: el diálogo, el respeto mutuo, la
solidaridad, la apertura de miras, la concordia.

Señorías, les repito mi satisfacción y mi orgullo por estar aquí ante
la representación del pueblo español, en una sesión tan solemne y tan
cargada de simbolismo. No he pretendido, ni creo que me corresponda,
hacer un balance de estos 25 años de reinado, aunque no haya dejado
de trasladarles algunos de los logros que, con el esfuerzo de todos,
hemos conseguido, así como aquello que me preocupa como Jefe de
Estado y como Rey.Pero sí deseo expresamente transmitir, por
intermedio



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de SS.SS., mi agradecimiento emocionado al pueblo español, a todo el
pueblo español, por tantas muestras de afecto y apoyo que he venido
recibiendo a lo largo de estos años.

La monarquía ha de ser la primera servidora de los intereses
generales de España y el Rey ha de serlo de todos los españoles y
estar plenamente comprometido e identificado con las aspiraciones y
la identidad del pueblo al que sirve. Podéis estar seguros de que la
Corona de España y su Rey lo están.

Muchas gracias. (Fuertes y prolongados aplausos de las señoras y
señores Diputados y Senadores puestos en pie.)



Levantada la sesión por la Presidencia a las doce y cincuenta y cinco
minutos del mediodía, Sus Majestades los Reyes y Sus Altezas Reales
el Príncipe de Asturias y las Infantas doña Elena y doña Cristina
abandonan el salón de sesiones con el mismo ceremonial que a su
llegada.